En la la granja familiar, Prokop Vejdělek, anciano de ojos curtidos en historias, se entregaba al sonido de la madera mientras la moldeaba con sus manos de carpintero. Era ingeniero metalúrgico por ciencia y artesano por corazón. Su vida, tejida en la paciencia de la madera y el metal, se fundía con la naturaleza.
Al cumplir los cien años, Prokop no solo tallaba la madera, sino que dialogaba con ella. Sus deseos, que para un centenario no están en el futuro, eran de salud y buen humor para todos. En el pasado, su memoria estaba anclada en el sabor de la leche de cabra fresca y tibia que bebió durante muchos años.
Un día, Prokop se adentró al bosque siguiendo el sonido crujiente de los árboles. Allí, entre los susurros del follaje, encontró un árbol de su edad que parecía esperarlo. Era un roble, cuyas raíces contaban historias como las de Prokop. El anciano posó su mano sobre la corteza rugosa, y en ese instante, la vida del árbol y la suya se entrelazaron.
Prokop sintió que las cosas no eran como antes: no sentía ni veía como estaba acostumbrado. Ahora tenía una conexión inexplicable con su entorno, captaba de otra manera el aire y pesaba en conexiones a distancia inimaginadas. Entró a un mundo diferente, un lugar no humano donde crecía en círculos desde adentro, y donde el envejecimiento no era un declive. Estaba inmóvil, pero halló una libertad diferente: la de ser testigo del tiempo.
Ahora, el ancino reconoció la existencia misma en su nueva etapa como un roble viejo. Aprendió el lenguaje de las hojas y sus cantos, experimentó la sensación de resguardo: los climas cada vez más extremos que soportaba le generaba mayor resistencia. Sintió el roce de la fauna que se acerca a buscar refugio o alimento, desde lo insectos trepando hasta los pájaros haciendo sus nidos.Prokop sintió que las cosas no eran como antes: no sentía ni veía como estaba acostumbrado. Ahora tenía una conexión inexplicable con su entorno, captaba de otra manera el aire y pesaba en conexiones a distancia inimaginadas. Entró a un mundo diferente, un lugar no humano donde crecía en círculos desde adentro, y donde el envejecimiento no era un declive. Estaba inmóvil, pero halló una libertad diferente: la de ser testigo del tiempo.
Ahora, el ancino reconoció la existencia misma en su nueva etapa como un roble viejo. Aprendió el lenguaje de las hojas y sus cantos, experimentó la sensación de resguardo: los climas cada vez más extremos que soportaba le generaba mayor resistencia. Sintió el roce de la fauna que se acerca a buscar refugio o alimento, desde lo insectos trepando hasta los pájaros haciendo sus nidos.
El anciano, ahora con raíces, reconoció la relación simbiótica con hongos. A través de estas redes, Prokop intercambió nutrientes y señales químicas, lo que le permitió entender el miedo de otros de su nueva especie.
Y así, Prokop Vejdělek, el hombre que una vez juró aislamiento como militar y prometió servir a su patria, ahora servía a otro mundo, sin medallas.El anciano, ahora con raíces, reconoció la relación simbiótica con hongos. A través de estas redes, Prokop intercambió nutrientes y señales químicas, lo que le permitió entender el miedo de otros de su nueva especie.
Y así, Prokop Vejdělek, el hombre que una vez juró aislamiento como militar y prometió servir a su patria, ahora servía a otro mundo, sin medallas.
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